domingo, 17 de julio de 2011

Rudolf Steiner - El significado oculto de la sangre



“ La sangre es un fluido muy especial”
Todos sabréis, indudablemente, que el epígrafe de esta obrita está tomado del Fausto, de Goethe. En dicho poema se dice que Fausto, el representante del más elevado esfuerzo humano, entra en un pacto con los poderes malignos, representados, en dicha obra, por Mefistófeles, el emisario del Infierno. Fausto está a punto de firmar un contrato con Mefistófeles, quien le pide lo firme con su propia sangre. Fausto, al principio, lo mira con curiosidad; pero sin embargo, Melistófeles emitió la siguiente sentencia que Goethe deseaba se considerara con toda seriedad: “La sangre es un fluido muy especial”.

Ahora bien, con referencia a este pasaje del Fausto de Goethe, nos encontramos con un rasgo curioso en los llamados comentadores de Goethe. Por supuesto, la literatura referente a la versión que de

la Leyenda del Fausto hace Goethe es enorme. Es una literatura de tan estupendas dimensiones que se necesitarían bibliotecas enteras para almacenar tanto libro, y naturalmente, no nos es posible detenernos en los varios comentarios hechos por esos intérpretes de Goethe sobre ese pasaje particular.

Ninguna de las interpretaciones sugeridas arroja mayor luz, sobre la citada sentencia, que la explicación dada por uno de sus últimos comentadores, el profesor Minor. Él, como los demás, habla de la misma como si se tratara de una observación irónica de Mefistófeles, y refiriéndose al asunto hace la siguiente indicación, realmente curiosa, a la que es necesario prestar la mayor atención, porque es de sorprenderse el oír las extrañas conclusiones a que son capaces de arribar los comentadores de Goethe.

El profesor Minor hace notar que “el Mal es un enemigo de la “sangre” y añade que, como la sangre es la que sostiene y preserva la vida, el Mal, que es el enemigo de la raza humana, debe ser, por consiguiente,” el enemigo de la sangre”. Entonces –con toda exactitud- llama la atención sobre el hecho de que aun en las más antiguas versiones de la leyenda del Fausto -como sucede con toda las leyenda en general- la sangre siempre juega el mismo papel.

En una antigua obra sobre la materia se relata circunstancialmente que Fausto se hizo una pequeña incisión en la mano izquierda con un cortaplumas, y que al tomar la pluma para firmar el contrato la sangre que brotaba de la herida formó las siguientes palabras: “¡Oh, hombre!, escápate”. Todo esto es bastante auténtico; pero ahora viene la observación de que el Mal es un enemigo de la sangre y de que, por esta razón, Mefistófeles exigió que la firma se escribiera con sangre. Sería de preguntar cómo es que alguien desea una cosa por la que tiene tanta antipatía. La única explicación razonable que puede darse, no solamente sobre el significado de este pasaje de Goethe, sino también con referencia a todas las demás leyendas que tratan del asunto, es que, para el diablo, la sangre era algo muy especial y que no era, en manera alguna, cuestión de indiferencia para él que el contrato se firmara con tinta ordinaria o con sangre.

Puede suponerse que el representante de los poderes del Mal cree o, mejor dicho, está convencido- de que tendrá a Fausto más sujeto a su poder si puede obtener, aunque no sea mas que una gota de su sangre. Esto es evidente, y nadie puede dar otra explicación al asunto. Fausto debe escribir su nombre con su propia sangre, no porque el diablo sea enemigo de ella, sino, más bien porque desea obtener poder sobre la misma.

Ahora bien, en ese pasaje se oculta una observación digna de tenerse en cuenta: que el que obtiene poder sobre la sangre de un hombre obtiene poder sobre el hombre mismo y que la sangre es un “fluido muy especial”, porque es por ella que debe ganarse la batalla, por así decirlo, la lucha que se realiza en el hombre entre el bien y el mal.

Todas esas cosas que nos han legado las leyendas y los mitos de las diversas naciones, y que se refieren a la humana vida, sufrirán un día una transformación peculiar, referente a la plena concepción e interpretación de la humana naturaleza.

Ha pasado ya el tiempo en el que las leyendas, fábulas y mitos se miraban como expresiones de la infancia de los pueblos. Ciertamente hemos ya pasado la época de semi-ignorancia, cuando se decía irónicamente que las leyendas eran la expresión poética del alma nacional.

Cualquiera que haya observado alguna vez el alma de un pueblo habrá visto que no se trata de ficciones imaginarias o cosa análoga, sino de algo mucho más profundo, y que es un hecho que las leyendas y tradiciones de los diversos pueblos son expresiones de poderes maravillosos y de extraordinarios acontecimientos.

Si, desde el nuevo punto de vista de la investigación espiritual, meditamos sobre las antiguas leyendas y mitos, dejando que esas hermosas y potentes imágenes que nos han transmitido los tiempos prístinos obren sobre nuestras mentes, encontraremos, si nos hemos capacitado para nuestra obra con los métodos de la ciencia oculta, que esas leyendas y mitos son expresiones de la más antigua y profunda sabiduría.

Es muy cierto que al principio nos sentiremos inclinados a preguntar cómo es que, en un estado primitivo de desenvolvimiento y con ideas aún infantiles, pudo el hombre representarse los enigmas del universo por medio de esas leyendas o cuentos de hadas, y cómo es que, cuando meditamos sobre ellos, vemos en esos relatos lo que las investigaciones ocultas actuales nos están revelando con mayor claridad.

Esto suele excitar la sorpresa al principio. Pero, sin embargo, el que penetra mas y mas profundamente en los métodos por cuyo intermedio se crearon esas fábulas y leyendas verá que su sorpresa se desvanece y que toda duda se disipa; ciertamente, comprobará en esos mitos, no solo lo que se llama una visión sencilla y candorosa de las cosas, sino también la portentosa y profundísima expresión de la verdadera y primordial concepción del mundo.

Y mucho más puede aprenderse examinando completamente los fundamentos de esas leyendas y de esos mitos que absorbiéndose en la ciencia intelectual y experimental de nuestros días. Pero, para obrar en esa forma, el estudiante debe familiarizarse, por supuesto, con los métodos de investigación que pertenecen al dominio de la ciencia espiritual. Todo cuanto está contenido en esas leyendas y doctrinas antiguas sobre la sangre tiene la mayor importancia, desde que en aquellos remotos tiempos existía una sabiduría que permitía al hombre comprender el verdadero y amplísimo significado de la sangre, que es un “fluido muy especial” y que también es la vida que anima a todos los seres humanos.

No podemos, ahora, entrar en discusión respecto a la fuente de donde brotó esta sabiduría de la antigüedad, si bien daremos sobre ello algunas indicaciones al final de esta obrita. Lo que ocupará nuestra atención será la sangre en sí misma, su importancia respecto al hombre y la parte que desempeña en el progreso de la civilización humana.

No examinaremos el asunto ni desde el punto de vista fisiológico ni desde el meramente científico, sino que lo consideraremos desde el punto de vista de la concepción espiritual del universo. Nos pondremos en más estrecho contacto con nuestro tema si desde luego comprendemos el profundo significado de una antigua máxima, la que está íntimamente relacionada con la civilización del antiguo Egipto, donde floreciera la excelsa sabiduría de Hermes. Es un axioma que forma la frase fundamental de toda ciencia, y que se conoce bajo el nombre de axioma hermético: “Como arriba es abajo”.

Sabréis que hay muchas caprichosas interpretaciones de esta sentencia; sin embargo, la explicación que nos ocupará es la siguiente:

Para la ciencia espiritual es muy claro que el mundo al que el hombre tiene acceso primario por medio de sus cinco sentidos no representa el mundo entero, y no es más que la expresión de un mundo más profundo oculto tras él, esto es, el mundo espiritual. Ahora bien, este mundo espiritual se denomina -de acuerdo con el axioma hermético- el mundo superior, el mundo de “arriba” y el mundo de los sentidos que se despliega en torno nuestro, la existencia que conocemos por intermedio de nuestros sentidos y la que estudiamos mediante nuestra inteligencia, es el mundo inferior, el mundo de “abajo”, la expresión de aquel mundo superior y espiritual. De esta forma, el ocultista que contempla el mundo de los sentidos no ve en él nada final, sino más bien una especie de fisonomía, que reconoce como expresión de un mundo anímico y espiritual, de la misma manera que cuando miramos el aspecto externo de un hombre no nos detenemos en la forma del rostro o de sus gestos dedicando toda nuestra atención a ellos, sino que pasamos por encima de esos detalles para llegar al elemento espiritual que en ello se expresa.

Lo que todos hacemos instintivamente cuando nos encontramos frente a cualquier ser que posea un alma es lo que el ocultista o el espiritualista científico hacen respecto al mundo entero; y como “arriba es abajo”, cuando este axioma se refiere al hombre se explica así: “Todo impulso que anima a su alma está expresado en su rostro”. Un continente grosero y chocante es la expresión de un alma grosera, una sonrisa nos habla de una alegría interna; una lágrima, de un alma dolorida.

Apliquemos aquí el axioma hermético a la pregunta: “Qué es lo que, en verdad, constituye la sabiduría? La ciencia espiritual ha sostenido siempre que la sabiduría humana tiene algo que ver con la experiencia, y especialmente con las experiencias penosas. Todo aquel que se debate en los brazos del dolor manifiesta en ese sufrimiento una falta de armonía interna. Y todo aquel que se sobrepone al sufrimiento y al dolor lleva en sí sus frutos y siempre afirmará que, mediante esos sufrimientos, ha adquirido cierta sabiduría. “Las alegrías y los placeres de la vida, todo cuanto la vida pueda ofrecerme en satisfacciones, todas esas cosas las recibiré agradecido; pero, sin embargo, mas me disgustará olvidar mis dolores y sufrimientos pasados que verme privado de esos agradables dones de la vida, porque a mis dolores y sufrimientos es a quienes debo mi sabiduría.”

Y de esta manera es como la ciencia oculta ha reconocido que la sabiduría es lo que podría llamarse “sufrimiento cristalizado, dolor que ha sido conquistado y que, por consiguiente, se ha transmutado en su opuesto”.

Es muy interesante remarcar que las investigaciones modernas más materialistas han llegado por último exactamente a la misma conclusión. Recientemente se ha publicado el libro sobre The Mimicry of Thought (la mímica del pensamiento), que vale la pena leerse. No es obra de un teósofo, sino de un estudiante de la naturaleza humana. El autor trata de demostrar como la vida interna del hombre, sus maneras de pensar, etc., se imprimen o expresan en su fisonomía. Este estudiante de la humana naturaleza llama la atención sobre el hecho de que siempre hay algo en la expresión del rostro de los pensadores, que es muy sugestivo y que uno podría describir como “dolor absorbido”.

Vemos, pues, que este principio está sostenido también hasta por los más materialistas de nuestros días siendo la más brillante conformación del inmortal axioma de la ciencia espiritual. Poco a poco penetraréis mas profundamente en él, y gradualmente encontraréis, punto por punto, que la sabiduría antigua reaparecerá en la ciencia de los tiempos modernos.

Las investigaciones ocultistas demuestran decisivamente que todas las cosas que nos rodean en este mundo -la base mineral, la cubierta vegetal y el mundo animal- deben ser considerados como la expresión fisonómica, o el “abajo” de un “arriba”, o espíritu que se oculta tras ella. Desde el punto de vista oculto, las cosas que tenemos presentes en el mundo sensorial solo pueden comprenderse correctamente si nuestro conocimiento abarca también el “arriba” o arquetipo espiritual, los seres espirituales originales, de donde todas las cosas manifestadas proceden. Y por esta razón nos dedicaremos a aplicar nuestras mentes al estudio de lo que se oculta tras el fenómeno de la sangre, de aquello que toma por expresión fisonómico la sangre en el mundo sensible. Cuando comprendáis esta base espiritual de la sangre podréis realizar que el conocimiento de tales materias debe reaccionar completamente sobre el concepto mental de la vida.

En nuestros días nos asaltan cuestiones de la mayor importancia; preguntas relacionadas con la educación no solamente de los niños, sino también de las naciones. Y además nos encontramos ante problemas educacionales que la humanidad tendrá que encarar en el futuro y que no pueden menos que ser reconocidos por todos aquellos que saben del gran movimiento social actual y de las reclamaciones que por doquier se elevan, bien sea que estén incorporadas a la cuestión femenina, al problema obrero o a la propaganda pacifista. Todas estas cosas preocupan intensamente a nuestras mentes ansiosas.

Pero todas esas cuestiones quedan iluminadas tan pronto como reconocemos la naturaleza de la esencia espiritual que se oculta en la sangre. ¿Quién podría negar que esta cuestión no esta estrechísimamente ligada a la raza, cosa que cada día se hace más evidente? Y, sin embargo este problema de la raza es uno de los que no podremos comprender hasta que comprendamos los misterios de la sangre y los resultados producidos por la mezcla de las sangres de las diversas razas, cuya importancia va en aumento conforme vamos librándonos de los antiguos métodos de investigación concernientes al asunto y conforme tratamos de aproximarnos a una comprensión más amplia y lúcida de la cuestión. Este problema es el de la colonización, que empuja a las razas civilizadas a ponerse en contacto con los salvajes, esto es: ¿Hasta qué punto son capaces de civilizarse los salvajes? ¿Cómo puede un hombre primitivo o cualquier otro salvaje convertirse en un civilizado? ¿Y de qué manera se debe proceder con ellos? Vemos, pues, que tenemos que considerar no solamente los sentimientos que emanan de una vaga moralidad, sino que también nos encontramos frente a grandes, serias y vitales problemas surgidos del mero hecho de la misma existencia.

Aquellos que no conocen las condiciones que gobiernan a los pueblos -bien sea que estén en un grado superior o inferior de evolución, o que el uno o el otro sea o no una materia determinada por su sangre- no pueden, de ninguna manera, conocer un método apropiado para introducir la civilización en una raza extraña. Todos estos problemas surgen apenas se trata la cuestión de la sangre.

Lo que la sangre es en sí es presumible que todos lo sepáis, por las enseñanzas corrientes de las ciencias naturales, y también sabréis que, en lo que toca al hombre y a los animales superiores, esta sangre es, prácticamente, el fluido vital.

El hombre interno se pone en contacto con lo externo por medio de la sangre, y en el decurso de ese proceso la sangre humana absorbe oxígeno, el que constituye el verdadero aliento de vida. Mediante la absorción de este oxígeno la sangre sufre una renovación. La sangre que va en busca de ese oxígeno es una especie de veneno para el organismo -un verdadero destructor y demoledor-, pero mediante la absorción de aquel esa sangre rojo azulada se transforma en un fluido rojo, dador de vida, por el proceso de la combustión. Esa sangre que pasa por todo el cuerpo, depositando por doquier sus partículas primitivas, tiene a su cargo la tarea de asimilar directamente los materiales del mundo externo y de aplicarlos, mediante el método más rápido posible, a la nutrición del cuerpo. Es necesario, para el hombre y los animales superiores, absorber primeramente esos materiales alimenticios en su sangre; entonces, una vez formada ésta, tiene que tomar el oxígeno del aire y construir y sustentar el cuerpo por su intermedio.

Alguien dotado de conocimiento anímico observó, no sin razón: “La sangre con su circulación es semejante a un segundo ser y en relación con el hombre corporal, óseo, muscular y nervioso, actúa como una especie de mundo exterior”. Porque es un hecho que todo ser humano está obteniendo continuamente su sustento de la sangre, y al mismo tiempo descarga en ella lo que ya no le sirve más. La sangre humana es, por consiguiente, un verdadero doble a quien se lleva constantemente consigo como inseparable compañero, y del que el hombre obtiene nueva fuerza dándole en cambio todo lo que ya no le sirve. Se podría llamar a la sangre, con toda propiedad, el “líquido vital del hombre”, porque este fluido especial, constantemente cambiante, es seguramente tan importante para el hombre como la celulosa para los organismos inferiores.

El distinguido hombre de ciencia Ernst Hæckel, que ha penetrado profundamente en las cosas de

la Naturaleza, en varios de sus populares libros ha llamado la atención sobre el hecho de que la sangre es, en realidad, el último factor que se origina en el organismo.

Si observamos el desenvolvimiento del embrión humano, encontraremos que los rudimentos de los huesos y músculos se desarrollan antes de que aparezca la primera tendencia hacia la formación de la sangre.
La producción de la sangre, con toda su sutilísima organización de complicados vasos sanguíneos, aparece muy tarde en el desenvolvimiento del embrión, y de este conocimiento natural se ha deducido correctamente que la producción de la sangre es lo último que se efectúa en la evolución del universo, y que otros poderes que en él están tienen que llegar hasta la cumbre de la sangre, por así decirlo, para que se pueda realiza en ese punto evolutivo lo que deberá hacerse internamente en el ser humano. Hasta que el embrión no haya repetido por sí mismo todos los estadios primitivos del crecimiento humano, alcanzando así la conducción en la que estaba el mundo antes de la formación de la sangre, no puede realizar ese acto que corona la evolución: la transmutación y perfeccionamiento de todo lo hecho, convirtiéndolo en ese “fluido muy especial” que se llama sangre.

Si queremos conocer las misteriosas leyes del universo espiritual, que se oculta en la sangre, es necesario que nos familiaricemos un poco con algunos de los más elementales conceptos de

la Teosofía. Estos conceptos han sido ya emitidos en otras obras, y veréis que estas ideas elementales de

la Teosofía son el “arriba” y que este “arriba” se expresa en las importantes leyes que gobiernan la sangre ,así como el resto de la vida, y también tienen una fisonomía.

Los que ya conocen las leyes principales de

la Teosofía espero que permitirán una nueva repetición de ellas, en beneficio de los que estudian esto por vez primera. Y, además, esta repetición servirá para hacer más y más claras estas leyes para los primeros, al ver cómo se aplican en particular a casos nuevos y especiales. Por supuesto, para aquellos que no saben nada de Teosofía, que no se han familiarizado aún con esas concepciones de la vida y del universo, lo que voy a decir en seguida les parecerá escasamente algo más que palabras encadenadas sin mayor contenido. Pero la falta no está siempre en que no haya ideas encerradas en las palabras por el hecho de que nada sugieran a una persona. En este caso podemos aplicar, con una ligera alteración, una observación del humorista Litchtemberg, que dijo: “Si una cabeza y un libro sufren una colisión, produciendo como resultado un sonido hueco, la culpa no la tiene necesariamente el libro”.

Así suele suceder con nuestros contemporáneos cuando juzgan las verdades teosóficas. Si estas verdades suenan en los oídos de muchos como meras palabras, sin significado alguno, la culpa no es necesariamente de

la Teosofía. Para aquello que, sin embargo, han encontrado su camino en estas materias, comprenderán que más allá y por encima de toda alusión a seres superiores, tales seres existen realmente, aunque no se encuentren en el mundo de los sentidos.

El concepto teosófico del universo dice que el hombre, en lo que a nuestros sentidos se revela en el mundo externo y en lo que a su forma concierne, no es sino una parte del ser humano completo, y que, en realidad, hay muchas otras partes tras del cuerpo físico. El hombre posee este cuerpo físico en común con los llamados minerales inanimados que nos rodean. Además de éste, sin embargo, el hombre posee el cuerpo etérico o vital. La palabra ‘etérico’ no se emplea aquí en el mismo sentido en que la aplica la ciencia material. Este cuerpo etérico o vital, según se le llama algunas veces, lejos de ser una ficción de la imaginación, es tan distintamente visible para los sentidos espirituales del ocultista como los colores para el ojo físico. El clarividente puede ver perfectamente ese cuerpo etérico. Es el principio que provoca la vida en la materia inorgánica, el que arrancándola a la condición inanimada, la sumerge en el océano viviente. No se vaya a creer que este cuerpo es para el ocultista meramente algo que se añade a lo que carece de vida. Esto es precisamente lo que los científicos materialistas quieren hacer. Ellos son los que tratan de completar lo que ven con el microscopio inventando algo que llaman el principio vital.

Ahora bien, la investigación teosófica no adopta semejante punto de vista. Tiene un principio fijo y no dice: “Aquí estoy yo como investigador, tal como soy. Todo cuanto exista en el mundo debe confirmarse con mi punto de vista actual. Lo que yo no puedo percibir no existe”. Esta manera de argumentar es más o menos análoga a la que empleara un ciego diciendo que los colores son simplemente ensueños de la fantasía. El hombre que no sabe nada sobre un asunto no está en condiciones de juzgarlo, pero sí puede hacerlo aquel que, entre sus experiencias, cuenta con esa.

El hombre se encuentra en un estado de su evolución, y por esta razón dice

la Teosofía: “Si os quedáis como estáis no veréis el cuerpo etérico, y, por consiguiente, podréis hablar, en verdad, de los límites del conocimiento y del “ignorabimus”; pero si os desarrolláis y adquirís las necesarias facultades para el conocimiento de las cosas espirituales, no hablaréis más de las limitaciones del conocimiento, porque éstas solo existen mientras el hombre no desarrolla sus sentidos internos”. Por esta razón, constituye el agnosticismo un peso tan abrumador en nuestra civilización, porque dice: “El hombre es así y así, y siendo así y así solo puede conocer esto y aquello”. Y a tal doctrina contestamos: “Aunque sea así y así hoy por hoy, tendrá que ver diferente mañana, y cuando sea diferente sabrá algo más que hoy no sabe”.

De manera que la segunda parte del hombre es el cuerpo etérico, que posee en común con el reino vegetal.

La tercera parte es lo que se llama cuerpo astral, nombre precioso y significativo que se explicará más tarde. Los teósofos que desean cambiarle el nombre no tienen la menor idea de lo que esa denominación significa. Al cuerpo astral le está asignada la tarea, en el hombre y en el animal, de elevar la sustancia vital hasta el plano de la sensación, de manera que, en la sustancia vital, puedan moverse no solamente los fluidos, sino que también pueda expresarse en ella lo que se conocen como placer y dolor, alegría y tristeza. Y aquí tenéis, en seguida, la diferencia esencial entre la planta y el animal; pero existen algunos estados de transición entre ambos.

Una escuela naturalista muy reciente es de la opinión de que la sensación, en su sentido literal, es también patrimonio de los vegetales; sin embargo, esto no es más que un juego de palabras porque es obvio que ciertas plantas tienen una organización tal que responden a determinadas cosas que se pongan en su contacto, pero ese fenómeno no puede ser descrito como sensación. Para que pueda existir la sensación tiene que formarse una imagen dentro del ser, como reflejo de lo que produce la sensación. Y, por consiguiente si ciertos vegetales responden a estímulos exteriores, eso no prueba que la planta conteste al estímulo por una sensación, esto es, por la que experimenta internamente. Las experiencias internas tienen su asiento en el cuerpo astral. Vemos, pues, que lo que ha llegado al estado animal se compone de un cuerpo físico, de un cuerpo etérico o vital y de un cuerpo astral.

No obstante, el hombre está sobre el animal, pues posee algo distinto; y los pensadores de todos los tiempo sabían en qué consistía esa superioridad. Ello se encuentra indicado en lo que Jean Paul dice en su autobiografía. Cuenta que podía recordar muy bien el día en el que se encontró por vez primera, siendo niño, en el patio de la granja de sus padres, y un pensamiento cruzó como un relámpago por su mente: “Él era un ego, un ser capaz de decirse íntimamente a sí mismo “yo” y cuenta que esto le hizo una profunda impresión”.

Todas las llamadas ciencias externas del alma descuidan el punto más importante que se encierra aquí. Por consiguiente, será necesario que, por unos instantes, investiguemos y discutamos una argumentación muy sutil, pero que demuestra en qué punto se halla la cuestión.

En todos los idiomas humanos existe una pequeña palabra que difiere totalmente de todas las demás. Cualquiera puede poner nombre a las cosas que nos rodean; todos podemos llamar a una mesa, mesa, a una silla, silla. Pero hay una palabra, un nombre, que no se puede aplicar a nada, salvo a sí mismo, y esta es la palabra “yo”.

Este “yo” tiene que surgir de lo más íntimo del alma misma; es el nombre que solo el alma puede aplicarse a sí misma. Cualquier otra persona es un “usted” para mí, y yo soy un “usted” para ella. Todas las religiones, han reconocido este “yo” como expresión de ese principio anímico, por cuyo intermedio puede hablar el ser íntimo, la naturaleza divina. Aquí, pues, comienza aquello que nunca puede ser penetrado por los sentidos externos, lo que nunca puede ser nombrado desde el exterior de su real significado, pues debe surgir de lo más íntimo del ser. Aquí empieza el monólogo, el soliloquio del alma, por cuyo intermedio el yo divino hace conocer su presencia cuando el sendero está limpio y pronto para la venida del espíritu al alma humana.

En las religiones de las primitivas civilizaciones, entre los antiguos hebreos, por ejemplo, este nombre se conocía como el indecible nombre de Dios, y cualquier otra interpretación que la filología moderna pueda elegir será inexacta, porque se encontrará que el nombre judío de Dios no tiene otro significado que el expresado, en nuestra palabra “yo”.Un estremecimiento pasaba por los que se encontraban congregados en el templo cuando los iniciados pronunciaban el “Nombre de Dios Desconocido”, cuando confusamente percibían lo que se entiende por esas palabras que reverberaban en todo el templo: “Yo soy lo que soy”. En estas palabras está expresado el cuarto principio de la naturaleza humana, cuyo principio solo lo posee el hombre, de los seres que están sobre la tierra; y este yo, a su vez, encierra y desarrolla dentro de sí mismo los gérmenes de estados superiores de humanidad. Solo nos es dado echar un vistazo sobre lo que, en el futuro, se desenvolverá por medio de este cuarto principio.

Debemos indicar que el hombre se compone de un cuerpo físico, de un cuerpo etérico, de un cuerpo astral y de un ego, o ser interno real; y que, dentro de ese ser interno, están los rudimentos de tres estadios superiores de desenvolvimiento, los que se originarán en la sangre. Esos tres estados son Manas, Buddhi y Atma. Manas, el ser espiritual en contraposición del ser corporal. Buddhi, el Espíritu de Vida. Atma, el espíritu real y verdadero del hombre, lejano ideal de la humanidad actual; el germen rudimentario, que está latente en él, alcanzará, en futuras edades, la perfección.

Siete colores hay en el arco iris, siete tonos en la escala, siete series de pesos atómicos, siete grados en la escala del ser humano, y éstos, a su vez, se dividen en cuatro grados inferiores y tres superiores.

Trataremos ahora de obtener una clara percepción de la manera cómo esa tríada superior, espiritual, obtiene una expresión fisonómica en el cuaternario inferior; y de la forma en que se nos presenta en el mundo sensorial. Tenemos, en primer lugar, lo que se ha cristalizado en la forma del cuerpo físico humano, cuerpo que el hombre posee en común con todo lo que se llama naturaleza inanimada. Cuando hablamos teosóficamente del cuerpo físico, no queremos indicar lo que el ojo ve, sino más bien esa combinación de fuerzas que ha construido el cuerpo físico, esa fuerza viviente que existe tras la forma visible.

Observemos ahora un vegetal. Este ser posee un cuerpo etérico que eleva la substancia física hasta la vida, esto es, que convierte la substancia en savia viviente.

¿Qué es lo que transforma las llamadas fuerzas inanimadas en savia viviente?, Se le llama cuerpo etérico, y este cuerpo hace precisamente el mismo trabajo en los animales que en el hombre; hace que aquello que solo tiene existencia material obtenga una configuración viviente, una forma que viva.

Este cuerpo etérico, a su vez, está compenetrado por un cuerpo astral. Y ¿qué es lo que hace el cuerpo astral? Hace que la substancia que ya ha sido puesta en movimiento experimente internamente la circulación de los fluidos que fluyen del exterior, de tal manera que el movimiento externo se refleje en experiencias internas.

Hemos, pues llegado al punto en el que podremos comprender al hombre en lo que concierne al lugar que ocupa en el reino animal. Todas las substancias de que está compuesto el hombre, tales como oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, sulfuros, fósforo, etcétera, se encuentran también en la naturaleza inanimada. Si eso que el cuerpo etérico ha transformado en substancia viviente debe tener experiencias internas y debe crear reflexiones internas de lo que tiene lugar externamente, entones el cuerpo etérico debe estar compenetrado por lo que se conoce como cuerpo astral, porque es el cuerpo astral el que genera la sensación. Pero en este estadio el cuerpo astral solo produce la sensación de una forma particular. El cuerpo etérico transmuta las substancias inorgánicas en fluidos vitales, y el cuerpo astral, a su vez, transforma las substancias vitales en substancias sencientes, pero -y es conveniente tomar nota de esto- ¿qué es lo que puede sentir un ser dotado de solo esos tres cuerpos? Se sentirá únicamente a sí mismo, su propio proceso vital: llevará una vida que está confinada en sí mismo.

Ahora bien, éste es un hecho interesantísimo y de inmensa importancia que no se debe olvidar. Si consideramos a uno de los animales inferiores, ¿qué es lo que ha realizado? Ha transformado la sustancia inanimada en sustancia viviente y la sustancia sensible solo puede encontrarse, en cualquier caso, donde existan por lo menos los rudimentos de lo que, en un estado posterior, se presenta como sistema nervioso desarrollado.

De esta suerte tenemos, pues, sustancia inanimada, sustancia viviente y sustancia compenetrada por nervios capaces de sensación. Si contemplamos un cristal, tenemos que reconocer” prima facie” que es la expresión externa de ciertas leyes naturales que rigen el reino inorgánico del mundo externo. Ningún cristal puede formarse sin el auxilio del ambiente natural que le rodea. Ningún eslabón puede separarse de la cadena del Cosmos y colocarse aparte por sí mismo. Apenas se puede separar al hombre de su ambiente, pues si se le lleva a una altura de pocas millas sobre la tierra, muere indefectiblemente. Así como el hombre solo es concebible aquí, en el lugar en donde está, donde las fuerzas necesarias se combinan en él, así sucede también con el cristal y, por consiguiente, cualquiera que contemple un cristal correctamente, verá en él una imagen de

la Naturaleza entera y de todo el Cosmos también. Lo que dijo Cuvier viene al caso exactamente: “Un anatómico competente podrá decir a qué animal perteneció un hueso, teniendo cada animal una clase particular de formaciones óseas”.

De esta manera, todo el Cosmos vive en la forma de un cristal. E igualmente, todo el Cosmos se expresa en la sustancia viviente de un ser individual. Los fluidos que circulan a través de un ser son, al mismo tiempo, un pequeño mundo y la contraparte del gran mundo. Y cuando la sustancia se ha hecho capaz de sensación, ¿qué es lo que hay en las sensaciones de los seres más elementales? Esas sensaciones son el reflejo de las leyes cósmicas, de manera que cada ser viviente percibe dentro de sí mismo, microcósmicamente todo el macrocosmos. La vida sensible de una criatura elemental es, pues, una imagen de la vida del universo, así como el cristal es una imagen de su forma. La conciencia de tales seres es, por supuesto, muy obscura.
Pero, no obstante, esa vaguedad de su consciencia está contrabalanceada por su mayor alcance, porque esos seres elementales tienen todo el Cosmos en su obscura conciencia. Ahora bien, en el hombre solamente existe una estructura más complicada de los mismos tres cuerpos que se encuentran en la mas sencilla de las criaturas vivientes y sensibles.

Consideremos un hombre -sin tener en cuenta su sangre – como si estuviera formado por la sustancia del mundo físico que contuviera, como los vegetales, ciertos jugos que transformaran a aquella en sustancia viviente, en la que gradualmente se organizará un sistema nervioso.

El primer sistema nervioso es el llamado sistema simpático, y en el caso del hombre se extiende a lo largo de toda la columna vertebral, a la que está ligado por pequeños filamentos laterales. Tiene también, a cada lado, series de nodos, de los que salen ramificaciones a todas partes, como a los pulmones, órganos digestivos, etc. Este sistema nervioso simpático produce, en primer término, la vida de sensación ya descripta. Pero, la conciencia del hombre no se extiende tan profundamente como para permitirle seguir los procesos cósmicos que se reflejan en esos nervios. Estos son un medio de expresión, y así como la vida humana está formada por el mundo cósmico que la rodea, así también este mundo cósmico se refleja nuevamente en el sistema nervioso simpático. Esos nervios viven una vida interna muy obscura, y si el hombre pudiera penetrar en su sistema simpático, manteniendo su sistema nervioso superior dormidos, vería, como en un estado de vida luminosa, la obra silenciosa de las poderosas leyes cósmicas.

En los tiempos pasados el hombre poseía una facultad clarividente que ahora ha sido sobrepasada, pero que se puede experimentar cuando, mediante procedimientos especiales, se suspende la actividad del sistema nervioso superior, liberando así la conciencia inferior o subliminal. En tales ocasiones el hombre vive en ese sistema nervioso que, en su forma particular, es un reflejo del mundo externo. Ciertos animales inferiores retienen todavía este estado de conciencia, y aunque obscuro e indistinto, es esencialmente mucho más amplio que la conciencia del hombre actual. Un mundo inmenso se refleja en la obscura vida interna, y no solo una pequeña sección como la que percibe el hombre contemporáneo. Pero en el caso del hombre ha tenido lugar algo más. Cuando la evolución ha avanzado tanto que se ha desarrollado el sistema nervioso simpático, de tal manera que todo el Cosmos se refleja en él, el ser evolucionante se abre nuevamente hacia afuera al llegar a ese punto; al sistema simpático se añade entonces la médula espinal. El sistema cerebroespinal trasforma entonces los órganos que nos ponen en relación con el mundo externo.

El hombre, una vez llegado aquí, ya no actúa meramente como espejo para que en él se reflejan las leyes primordiales de la evolución cósmica, sino que establece una relación entre la reflexión misma y el mundo externo. La unión del sistema simpático con el sistema cerebro-espinal expresa el cambio que ha tenido lugar primeramente en el cuerpo astral. El último ya no vive meramente la vida cósmica en un estado de conciencia obscuro, sino que le adiciona su propia y especial existencia interna. El sistema simpático capacita a los seres para sentir lo que pasa fuera de ellos; el sistema cerebro-espinal permite percibir lo que ocurre dentro, y la forma mas elevada del sistema nervioso, como la que posee nuestra humanidad en general actualmente, toma del mas elevadamente desarrollado cuerpo astral materiales para la creación de imágenes o representaciones del mundo externo.

El hombre ha perdido el poder de percibir las primitivas obscuras imágenes del mundo externo, pero, por otra parte, está ahora consciente de su vida interna, de un nuevo mundo de imágenes, en las que, es cierto, solamente se refleja una pequeña posición del mundo exterior, pero de una manera mas clara y mas perfecta que antes.

Y juntamente con esta transformación tiene lugar otro cambio en superiores estadios de desenvolvimiento. La transformación empieza así extendiéndose del cuerpo astral al cuerpo etérico. Así como el cuerpo etérico, en el proceso de su transformación, desarrolla al cuerpo astral, en la misma forma en que el sistema simpático se añade al sistema cerebro-espinal, así también aquel -después de recibir la circulación inferior de los fluidos- crece y se libera del cuerpo etérico, transmutando esos fluidos inferiores y convirtiéndolos en lo que conocemos por sangre.

La sangre es, por consiguiente, la expresión del cuerpo etérico individualizado, así como el sistema cerebro-espinal es la expresión del cuerpo astral individualizado. Y esta individualización es lo que produce el ego o “yo”.

Habiendo, pues, considerado al hombre en su evolución, encontramos una cadena que se compone de cinco eslabones que afectan al cuerpo físico, al cuerpo etérico y al cuerpo astral, siendo dichos eslabones los siguientes:

1. Las fuerzas neutras, inorgánicas, físicas.

2. Los fluidos vitales, que también se encuentran en los vegetales.

3. El sistema nervioso inferior o simpático.

4. El cuerpo astral superior que se ha desarrollado del inferior y que encuentra su expresión en el sistema cerebro-espinal.

5. El principio individualizador del cuerpo etérico.

Así como estos dos últimos principios han sido individualizados, así también el primer principio a través del cual entra la materia inanimada en el cuerpo humano, sirviendo para sustentarlo, también se individualiza, pero en nuestra humanidad actual encontramos solamente los primeros rudimentos de esta transformación.

Ya hemos visto como la sustancias externas e informes entran en el cuerpo humano y como el cuerpo etérico convierte esos materiales en formas vivientes; hemos visto también que el cuerpo astral modela las imágenes del mundo externo y que estas reflexiones del exterior se resuelven en experiencias internas y que esta vida interna se reproduce entonces en imágenes del mundo exterior.

Ahora bien, cuando esta metamorfosis se extiende al cuerpo etérico se forma la sangre. Los vasos sanguíneos, así como el corazón, son la expresión del cuerpo etérico transformado, y, en la misma forma, la médula espinal y el cerebro expresan al cuerpo astral transformado. Y de la misma manera como por medio del cerebro se experimenta internamente el mundo externo, así también, por medio de la sangre, este mundo interno se transforma en expresión externa del cuerpo del hombre. Es necesario hablar por medio de símiles con objeto de describir este complicado proceso que estamos considerando ahora.

La sangre absorbe las imágenes del mundo externo que el cerebro ha formado internamente las transforma en fuerzas vivientes constructoras, y con ellas sustenta el cuerpo humano actual.

La sangre es, por consiguiente, el material que construye el cuerpo del hombre. Ante nosotros tenemos el proceso mediante el cual la sangre extrae de su alrededor cósmico las mas elevadas sustancias que es posible obtener, o sea el oxígeno, el que renueva la sangre y la provee de nueva vida. Y de esta manera la sangre se ve obligada a abrirse al mundo externo.

Hemos, pues, seguido el sendero del mundo exterior al interior y viceversa del mundo interno al externo. Dos cosas son posibles ahora. Vemos que la sangre se origina cuando el hombre encara el mundo externo como ser independiente, cuando, aparte de las percepciones a las que el mundo externo ha dado lugar, él, a su vez, produce diferentes formas e imágenes por su propia cuenta, haciéndose así creador, creando la posibilidad de que el ego, la voluntad individual, venga a su vida.
Un ser en quien este proceso no haya tenido lugar todavía no podrá decir yo. En la sangre reside el principio para el desarrollo del ego. El yo solo puede expresarse cuando el ser es capaz de formar, dentro de sí mismo, imágenes que ha obtenido del mundo externo. Un yo tiene que ser capaz de tomar al mundo externo en sí mismo y reproducirlo internamente.

Si el hombre solo estuviera dotado de un cerebro y no pudiera reproducir las imágenes del mundo externo internamente y experimentarlas en sí, solo podría decir: “El mundo externo está en mí reflejado como en un espejo”. Sin embargo, si puede construir una nueva forma para esta reflexión del mundo exterior, es un yo. Una criatura que solo posea un sistema nervioso simpático, solo refleja el mundo que la rodea, no percibe ese mundo exterior como ella misma, como su vida interna. El ser que posee un sistema cerebro-espinal percibe la reflexión como su propia vida interna Pero cuando el ser posee sangre, experimenta su vida interna como su propia forma. Mediante la sangre, ayudada por el oxigeno del mundo exterior, el cuerpo individual se forma de acuerdo con las imágenes de la vida interna. Esta formación se expresa como percepción del yo. El ego se dirige en dos direcciones, y la sangre expresa esta facultad exteriormente.

La visión del ego está dirigida hacia adentro, su voluntad se dirige hacia afuera. Las fuerzas de la sangre se dirigen hacia adentro, forman al hombre interno y de nuevo vuelven hacia afuera, hacia el oxigeno del mundo exterior. Debido a esto el hombre se hunde en la inconsciencia cuando duerme; se sumerge en aquello que su conciencia puede experimental en la sangre. Cuando, no obstante, abre nuevamente los ojos al mundo externo, su sangre añade a sus fuerzas constructoras las imágenes producidas por el cerebro y los sentidos.

De esta manera, la sangre permanece en el medio, por decirlo así, entre el mundo interno de imágenes y el mundo externo de formas vivientes. Este fenómeno queda aclarado cuando estudiamos dos fenómenos: la ascendencia -relación entre seres conscientes- y la experiencia en el mundo de acontecimientos externos. La ascendencia, o descendencia, nos coloca donde estamos, de acuerdo con la ley de las relaciones sanguíneas. Una persona nace de una raza, de una tribu, de una línea de antecesores, y lo que estos antecesores le han transmitido está expresado en su sangre. En la sangre está almacenado, por así decirlo, todo lo que el pasado material ha edificado en el hombre; y en la sangre se están formando también todas las cosas que se preparan para el futuro.

Por lo tanto, cuando el hombre suprime temporalmente su consciencia superior, cuando está sumido en hipnosis, o en un estado somnambúlico, o cuando es atavísticamente clarividente, desciende a una conciencia inmensamente profunda, en la que se tiene el conocimiento ensoñativo de las grandes leyes cósmicas, pero, no obstante, las percibe mas claramente que en los mas vívidos ensueños del sueño ordinario. En tales ocasiones, la actividad cerebral es nula, y durante los estados del mas profundo sonambulismo esta actividad queda también anulada en la medula espinal. El hombre experimenta las actividades de su sistema nervioso simpático; es decir, que en forma obscura y un tanto vaga siente la vida del Cosmos entero. En tales oportunidades la sangre ya no expresa las imágenes de la vida interna que se producen por medio del cerebro, sino que presenta las que el mundo externo ha formado en ella. Sin embargo, es necesario recordar que las fuerzas de sus antecesores han ayudado al hombre a ser lo que es.

Así como se hereda la forma de la nariz de los antecesores, también, se hereda la forma de todo el cuerpo. En esos casos, en los que se suprime la conciencia de los sentidos, sus ascendientes están activos en su sangre; y, en esas ocasiones, se toma parte, confusa y vagamente, en sus vidas remotas.

Todo cuando hay en el mundo está en estado de evolución, incluso la conciencia humana. El hombre no siempre ha tenido la conciencia que ahora posee; cuando retrocedemos hasta los tiempos de nuestros primitivos antecesores, nos encontramos con una conciencia de clase muy diferente. Actualmente el hombre, en su vida de vigilia, percibe las cosas externas por medio de sus sentidos y se forma idea sobre ellas. Estas ideas sobre el mundo externo obran en su sangre. Todo cuando lo ha impresionado, como resultado de la experiencia sensorial, es, por consiguiente, activo y vive en su sangre; su memoria está llena de esas experiencias de sus sentidos. Sin embargo, por otra parte, el hombre actual no tiene ya la conciencia de lo que posee en su vida interna corporal como herencia de sus antecesores. No sabe nada respecto a las formas de sus órganos internos; pero en los tiempos primitivos sucedía en otra forma. Entonces vivía en su sangre, no solamente lo que los sentidos habían recibido del mundo externo, sino también lo que está contenido en la forma corporal; y como esa forma corporal había sido heredada de sus antecesores, el hombre sentía la vida de éstos dentro de sí mismo.

Si meditamos sobre una forma superior de esta conciencia, notaremos como se expresó esto también en una forma correspondiente de memoria. La persona que experimenta solamente lo que percibe mediante sus sentidos, recuerda unicamente los sucesos relacionados con esas experiencias sensoriales externas. Solo puede recordar las cosas que haya experimentado así desde su infancia. Pero con el hombre prehistórico el caso era diferente. Este sentía lo que estaba dentro de él, y como esta experiencia interna era el resultado de la herencia, pasaba a través de las experiencias de sus antecesores, por medio de esa facultad intima. Y recordaba no solamente su propia infancia, sino también las experiencias de sus antecesores. Estas vidas de sus antecesores estaban, en realidad, siempre presentes en las imágenes que recibía su sangre, porque, por increíble que parezca para los materialistas de nuestros días, hubo en un tiempo una forma de conciencia mediante la cual el hombre consideraba no sólo sus propias percepciones sensoriales como experiencias propias, sino también las experiencias de sus antecesores. Y en aquellos tiempos, cuando ellos decían: “He experimentado tal y tal cosa”, aludían no solamente a lo que les había ocurrido a ellos en persona, sino también a las experiencias de sus antecesores, pues las recordaban perfectamente.
Esta consciencia primitiva era, en verdad, muy confusa y obscura, muy vaga si se la compara con la conciencia de vigilia del hombre actual. Participaba mas de la naturaleza de un sueño vívido, pero, por otra parte, abarcaba un estadio mucho mayor que el de la conciencia actual. El hijo se sentía conectado al padre y al abuelo, sintiéndose con ellos como un solo yo, puesto que él sentía las experiencias de aquellos como si fueran las propias. Y como el hombre poseía esta conciencia y vivía no solamente en su propio mundo personal, sino también en la conciencia de las generaciones que lo precedieron y que estaba en él mismo, al nombrarse a sí mismo incluía en ese nombre a todos los que pertenecían a su línea ancestral. Padre, hijo, nieto, etc., se designaban por un solo nombre, común a todos ellos, que pasaba por todos ellos también en una palabra; una persona se sentía simplemente miembro de una línea de descendientes sin solución de continuidad. Y esta sensación era vivida y real.

Investigaremos ahora cómo se transformó esa forma de conciencia. Se produjo mediante una causa muy conocida en la historia del ocultismo. Si retrocedemos hacia el pasado, encontraremos que hay un momento particular que permanece fuera de la historia de cada nación. Es el momento en el que un pueblo entra en una nueva fase de civilización, el momento en que deja de tener sus antiguas tradiciones, cuando cesa de poseer su antigua sabiduría, cuya sabiduría le fuera transmitida a través de las sucesivas generaciones, por medio de la sangre. La nación posee, sin embargo, conciencia de ella y ésta se expresa en sus leyendas.

En los tiempos primitivos las tribus se mantenían alejadas unas de otras, y los miembros individuales de la familia se casaban entre sí. Se ha demostrado que esto ha sido así en todas las razas y con todos los pueblos; y el momento en el que se rompió ese principio fue de la mayor importancia para la humanidad, cuando comenzó a introducirse sangre extraña y cuando las relaciones matrimoniales entre miembros de la misma familia fueron substituidas por casamientos con extranjeros, dando así lugar a la exogamia. La endogamia preserva a la sangre de la generación, permite que sea la misma sangre la que fluya en todos los miembros de la misma familia, durante generaciones enteras. La exogamia inocula nueva sangre en el hombre y este rompimiento del principio de la tribu, esta mezcla de sangre que, más o menos pronto tiene lugar en todos los pueblos, significa el nacimiento del intelecto.
El punto importante es que, en los antiguos tiempos, había una vaga clarividencia de donde han brotado los mitos y las leyendas. Esta clarividencia podría existir entre las personas de la misma sangre, así como nuestra conciencia actual es el producto de la mezcla de sangres. El nacimiento del intelecto, de la razón, fue simultáneo con el advenimiento de la exogamia. Por sorprendente que ello pueda parecer, es, sin embargo, cierto. Es un hecho que se substanciará mas y mas por medio de la investigación externa. Y, en realidad, ya se han dado los primeros pasos en esta dirección.

Pero esta mezcla de sangre que se produce mediante la exogamia es también la causa de la muerte de la clarividencia que se poseía en los primitivos días, para que la humanidad pudiera evolucionar y llegar a un grado superior de desenvolvimiento; y así como la persona que ha pasado por los estadios del desarrollo oculto recupera esta clarividencia y la transmuta en una nueva forma, así también nuestra clara conciencia de vigilia actual ha surgido de aquella confusa y vaga clarividencia que teníamos en la antigüedad.

Actualmente, todo cuando rodea al hombre está impreso en su sangre; y de ahí que el ambiente modele al hombre interno de acuerdo con el mundo externo. En el caso del hombre primitivo era aquel que estaba contenido dentro del cuerpo el que se expresaba más plenamente en la sangre. En esos primitivos tiempos se heredaba el recuerdo de las experiencias ancestrales y, junto con ellas, las buenas y las malas tendencias. En la sangre de los descendientes se encontraban las huellas de las tendencias de los antecesores. Ahora bien, cuando la sangre comenzó a mezclarse por medio de la exogamia, esa estrecha relación con los antecesores se fue cortando y el hombre comenzó a vivir una vida propia, personal. Comenzó a regular sus tendencias morales de acuerdo con lo que experimentaba en su propia vida personal.

De manera, pues, que en la sangre sin mezcla se expresa el poder de la vida ancestral, y en la sangre mezclada el poder de la experiencia personal. Los mitos y las leyendas nos hablan de estas cosas y dicen: “Lo que tiene poder sobre tu sangre tiene poder sobre ti”. Este poder tradicional cesó cuando no pudo obrar más sobre la sangre, porque la última capacidad para responder a dicho poder se extinguió con la admisión de sangre extranjera. Esta afirmación es absolutamente exacta. Cualquiera que sea el poder que desee obtener dominio sobre el hombre debe obrar sobre él de tal manera que su acción se exprese en su sangre. Por consiguiente, si un poder maligno quisiera influenciar a un hombre tendría que empezar por influenciar su sangre. Este es el profundísimo significado espiritual de la vida del Fausto. Esta es la razón de porqué el representante del principio maligno dice: “Firma el pacto con tu sangre. Si obtengo tu nombre escrito con tu sangre, entonces te tengo a ti, por medio de aquello que domina a todo hombre; entonces te tendré ligado a mí por completo”. Porque cualquiera que domine la sangre domina al hombre mismo o al ego del hombre.

Cuando dos agrupaciones de hombres se ponen en contacto, como sucede en la colonización, entonces los que están familiarizados con las condiciones de la evolución pueden predecir si una forma extraña de civilización podrá ser asimilada por los otros. Tomemos, por ejemplo, un pueblo que sea el producto de su alrededor ambiente, en cuya sangre se haya asimilado este ambiente, y trátese de imprimir a ese pueblo una nueva forma de civilización. Esto sería imposible. Por esta razón ciertos pueblos aborígenes comienzan a decaer tan pronto como los colonizadores llegan a sus tierras.

Desde este punto de vista es de donde hay que considerar la cuestión, y la idea de que se puedan forzar cambios sobre todos dejará de tener partidarios con el tiempo, porque es inútil pedir a la sangre mas de lo que ésta puede dar.

La ciencia moderna ha descubierto que si la sangre de un pequeño animal se mezcla con la de otro de especie diferente, la sangre del uno es fatal para el otro. Esto lo conocía el ocultismo desde hace edades enteras. Si se mezcla la sangre de un ser humano con la de los monos inferiores, el resultado es destructor para la especie, porque el primero está muy lejos de los segundos. Pero si se mezcla la sangre de un hombre con la de los monos superiores, no se produce la muerte. Y así como esta mezcla de sangres de diferentes especies animales produce la muerte cuando los tipos son muy remotos, así también las antigua clarividencia del hombre no desarrollado murió cuando su sangre se mezcló con la de otros que no pertenecían a la misma tribu.

Toda la vida intelectual de hoy en día es el producto de la mezcla de sangres, y el tiempo no está muy lejos en el que el hombre comenzará a estudiar la influencia que aquella tuvo sobre la humana vida, y entonces se podrá retroceder paulatinamente por la historia de la humanidad, cuando las investigaciones partan de nuevo desde este punto de vista.

Hemos visto que la sangre mezclada con la sangre en el caso de especies animales muy diferentes, mata; y que la sangre mezclada de especies animales análogas no mata. El organismo físico del hombre sobrevive cuando la sangre extraña se pone en contacto con otra sangre, pero el poder clarividente perece bajo la influencia de esta mezcla o exogamia.

El hombre está constituido en tal forma que cuando la sangre se mezcla con otra que no le esté muy lejana en la escala evolutiva, nace el intelecto. Por este medio, la clarividencia original que perteneció al hombre-animal inferior se destruyó, y una nueva conciencia ocupó su lugar.

De esta suerte encontramos que, en un estadio superior del desenvolvimiento humano, hay algo similar a lo que ocurre en un estado inferior del reino animal. En el último, la sangre extraña mata a la sangre extraña. En el reino humano la sangre extraña mata lo que está íntimamente ligado a la sangre de la tribu; la clarividencia vaga y confusa. Nuestra conciencia de vigilia, corriente, es, por consiguiente, el resultado de un proceso destructivo. En el decurso de la evolución, la vida mental producida por la endogamia ha quedado destruida, pero la exogamia ha dado nacimiento al intelecto, a la amplia y clara conciencia de vigilia actual.
Aquello que puede vivir en la sangre del hombre es lo que vive en su ego. Así como el cuerpo etérico es la expresión de los fluidos vitales y sus sistemas, y el cuerpo astral del sistema nervioso, así también la sangre es la expresión del yo o ego. El principio físico, el cuerpo etérico y el astral son el “arriba”, el cuerpo físico, el sistema vital y el sistema nervioso son el “abajo”. Esto tiene que recordarse cuidadosamente si hay que avanzar algo en la vida práctica. Por ejemplo, la individualidad de un pueblo puede ser destruida si, al colonizarlo, se exige de su sangre mas de lo que puede dar de sí, porque en la sangre es donde se expresa el ego. El hombre posee belleza y verdad solamente cuando su sangre las posee.

Mefistófeles obtiene posesión de la sangre de Fausto porque desea dominar a su ego. De ahí que podamos decir que la sentencia que ha formado el tema de esta obrita ha sido sacada de las mayores profundidades del conocimiento, porque en verdad, “La sangre es un fluido muy especial”.





El significado oculto de la sangre, por Rudolf Steiner

Articulo difundido por
Ciudad Virtual de la Gran Hermandad Blanca - http://hermandadblanca.org/

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